Habφa un matrimonio anciano, aunque pobre; toda su vida la habφa pasado muy bien trabajando y cuidando de su peque±a hacienda. Una noche de invierno estaban sentados marido y mujer a la lumbre de su tranquilo hogar en amor y compa±φa, y en lugar de dar gracias a Dios por el bien y la paz de que disfrutaban, estaban enumerando los bienes de mayor cuantφa que lograban otros y deseaban gozarlos tambiΘn.
-íSi yo en lugar de mi hacecilla -decφa el viejo- que es de mal terru±o y no sirve sino para revolcadero de un burro, tuviese el rancho del tφo Polainas!
-íY si yo -a±adφa su mujer- en lugar de Θsta, que estß en pie porque no le han dado un empuj≤n, tuviese la casa de nuestra vecina, que estß en primera vida!
-íSi yo -proseguφa el marido- en lugar de la burra, que no puede ya ni con unas alforjas llenas de humo, tuviese el mulo del tφo Polainas!
-íSi yo -a±adi≤ la mujer- pudiese matar un puerco de doscientas libras como la vecina! Esa gente, para tener las cosas, no tienen sino desearφas. í Quien tuviera la dicha de ver cumplidos su deseos!
Apenas hubo dicho estas palabras, cuando vieron que bajaba por la chimenea una mujer hermosφsima; era peque±a, que su altura no llegaba a media vara; traφa, como una reina, una corona de oro en la cabeza. La t·nica y el velo que la cubrφan eran dißfanos y formados de blanco humo, y las chispas que alegres se levantaron con un peque±o estallido, como cohetitos de fuego de regocijo, se colocaron sobre ellos salpicßndolos de relumbrantes lentejuelas. En la mano traφa un cetro chiquito de oro, que remataba en un carbunclo deslumbrador.